Lea las crónicas de Alejandra Otero

 

Las vacaciones inolvidables 

Por Alejandra Otero

 

Ojalá solo lo bueno fuese contagioso. Pero no solo las sonrisas, las acciones positivas y la buena música se repiten, también es fácil que se te pegue un bostezo, el impulso por escribir un comentario hater en una foto en Instagram y las ganas de vomitar.

 

Lo que vas a leer a continuación debes hacerlo lejos de tus horarios de comida y preferiblemente cerca de un baño. Toma agua, piensa en algo bonito, porque lo que viene ahora se llama “Terror en el barco del vómito”, lo que pasa es que si le ponía ese título no hubieses llegado hasta aquí.

 

Eran las 7 de la mañana y nos había tocado levantarnos temprano a pesar de estar de vacaciones en un crucero en pleno Mar Caribe. Mi papá había consentido nuestros deseos aventureros de conocer los alrededores de Playa del Carmen en compañía del “Tour Safari” o, como me gusta llamarlo ahora, el “Tour Vomitari”.

 

A esa hora mis hermanas y yo teníamos mucho sueño, pero no lo suficiente como para saltarnos el suculento desayuno que había en el Buffet: tostadas con huevo revuelto, salchichas, queso, cereales, frutas, jugos de todo tipo y dulces variados. A mis 13 años con cuerpo de “Firi-Firi”, como bien me llamaba mi padre, había desayunado lo mismo que una señora obesa de 52.

 

Pero comí rapidísimo –y eso en mí es como pedirle a Jennifer López que se encoja el culo, casi imposible-, lo hice para evitar que nos dejara el pequeño barco que nos llevaría del crucero anclado a la costa sur mexicana.

 

Nos subimos a la nave, en mi mente éramos como 150 personas a bordo. Se trataba de un pequeño ferry techado con varias hileras de sillas pegadas al piso, todas mirando hacia el frente, en cuyas paredes se podían ver unos pequeños televisores que desde arriba proyectaban imágenes del paraíso que nos esperaba: un mar cristalino y gente relajada.

 

Al ponernos los chalecos salvavidas, el barco zarpó y enseguida unos mexicanos bajitos poco sonrientes comenzaron a repartir bolsitas de mareo a una velocidad sospechosa. Ya casi estaban terminando de entregárselas a cada uno de los pasajeros, cuando comenzamos a sentir movimientos bruscos producto de un mar picado que jamás tomamos en cuenta.

 

Nosotros estábamos sentados en todo el medio, mi papá, mis dos hermanas y yo, y desde allí empezamos a observar cómo desde el extremo izquierdo del ferry unas personas le daban uso a sus respectivas bolsitas de mareo. Lo mismo empezó a ocurrir del lado derecho. Poco a poco lo único que se escuchaba era el clásico “buaaaah” de un arqueo perfecto. Ya lo habíamos visto, lo habíamos oído y ahora solo faltaba lo peor: que nuestro sentido del olfato también lo supiera.

 

Si en algún momento intentamos voltear a otro lado para no presenciar aquella asquerosidad, ya era inevitable toparte con algo relacionado a un vómito miraras a donde miraras. Nosotros permanecíamos en silencio, tratando de concentrarnos para que no se nos contagiaran las ganas de devolver el huevo revuelto, las salchichas, el queso, los cereales, las frutas, los jugos de todo tipo y los dulces variados.

 

Fue triste ver cómo una niña que teníamos en frente no logró nuestro nivel de elevación mental. Su papá la tenía cargada en sus brazos, con la cara en dirección hacia nosotros. Su mirada reflejaba cierta angustia y su rostro se fue poniendo del color del asco cuando, justo en ese instante en el que su papá la volteó hacia el otro lado, la pequeña vomitó todo lo que en su cuerpecito pudo haber alguna vez.

 

Mi papá, mis hermanas y yo hicimos contacto visual, respiramos y mantuvimos la concentración. Nos salvamos de haber sido bombardeados por los ácidos estomacales de una infante.

 

Mientras todo esto ocurría, los pequeños televisores proyectaban parte de lo que nos esperaba: tacos, tortillas, burritos, todos con mucho condimento, picante y abundantes rellenos. Exactamente lo que no queríamos ver en ese momento, en esa guerra de vómito, canciones de arqueadas fantásticas.

 

Pero ya estábamos a punto de llegar. Las batuqueadas y saltos que nos habían acompañado durante todo el trayecto habían cesado. Ahora solo se escuchaban llantos de niños, quejas de adultos, disculpas con acento de Thalía y el silencio intacto de mi familia.

 

Nos bajamos del barco, con cara de trauma. Ya en tierra firme nos relajamos, reímos un poco y llegamos a la conclusión de que nuestro estómago era diferente al del resto o simplemente teníamos una capacidad de concentración mayor. Más adelante yo descubriría mi verdad: tenía un olfato bastante fallo. Lo cierto es que habíamos sido prácticamente los únicos del barco que no vomitamos, a pesar de que ganas no nos faltaron.

 

El resto del “Tour Vomitari” continuó sin mayor eventualidad, salvo la pequeña ansiedad de sufrir un efecto tardío de aquel paseo turbulento y el recuerdo que hasta hoy se mantiene fresco. En nuestro caso, qué bueno saber que contamos con un estómago de acero, en el caso de ellos, yo jamás me volvería a subir a un barco después de un desayuno suculento.

 

 

 

 

Alejandra Otero es periodista, actriz, locutora y comediante. Fue parte del elenco de Misión Emilio (Televén), actriz del principal grupo de improvisación de Venezuela, Improvisto, y de diversos shows de stand up comedy. Es una de las conductoras del programa Mujeres en Pelotas (Hot94, Circuito FM Center) y facilitadora de talleres de improvisación y humor para el mundo empresarial.

 

 

 

 

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