Fidel Castro y la banalidad del mal
El dictador cubano murió como otros opresores universales sin juicio por sus crímenes. Los vítores de gobiernos, políticos, y personalidades a su figura deben ser visto con temor ante la connivencia con el autoritarismo simpático
Por Frank López Ballesteros
Los miles de rostros de Fidel Castro fueron desvaneciéndose de las calles de Cuba lentamente en los últimos años. Poco se veía al Comandante en la anacrónica propaganda oficial, y los cubanos, el sufrido pueblo que soportó los caprichos, justificados o no del testarudo dictador, solo esperaban por el anuncio oficial de su verdadera muerte.
Castro comenzó a morir para muchos cubanos cuando en 2008 se apartó definitivamente del poder. Se demostró que sin su presencia perenne en las calles, con grandes concentraciones y dilatados discursos, el país podía continuar, sobre todo, oprimido y bajo el yugo de los militares.
La figura como Atlante de Fidel se levantó incólume en Cuba como un héroe y un maldito. Con su muerte esas dos contradicciones humanas se visten de luto para encontrarse en la misma calle de la historia donde serán juzgados de nuevo, porque Castro merece ser juzgado.
Al final del siglo veinte y lo que corre del nuevo milenio nada quedó de lo que Joseph Stalin había consolidado con la Unión Soviética, lo que Jruschov, Brezhnev, Andropov y hasta Cherchenko trataron de preservar; por el contrario, todos esos líderes murieron y Fidel Castro respiró hasta el último día sabiendo que Cuba vivía bajo el mismo sistema totalitario. Un logro, una desgracia.
La represión que estragó a generaciones enteras, la pérdida de vidas inocentes echadas al mar para buscarse un auxilio moral, o por el solo hecho de pensar contrario al orden del sistema imperante, deben inexorablemente inspirar el legado de un hombre que sin importarle la humanidad jugó hipócritamente a la bondad y el bien mientras oprimía a otros.
Ningún dictador y sistema en los últimos cien años de la historia americana, de norte a sur, ejecutó, reprimió o torturó a tanta gente junta como ocurre hasta este momento en Cuba, con el régimen dictatorial más antiguo del continente.
Lo que tratan ahora quienes buscan un resquicio de justicia en el legado de Fidel Castro es que su pasado, como supuesto mesías del socialismo real, entierre sus sombras con eufemismos y sinónimos perversos y malsanos.
El desafío es lograr que el porvenir recuerde de fijo las atrocidades de este personaje con el título que se confirió así mismo para siempre: el dictador.
Si en el subconsciente de las sociedades occidentales “la maldad humana” la representaron Adolfo Hitler, Pol Pot o Sadam Husseim, Castro no debe ser excluido como un mero defensor de las izquierdas, el comunismo internacional o el antiimperialismo, porque sería caer en un reduccionismo que justificó todo lo que hizo, incluso, otros dictadores.
Si el temperamento de Castro luce como su mayor condecoración por su odio casi patológico hacia Estados Unidos, el libre mercado o la democracia, no habría entonces porqué juzgar de asesino o tirano a otros líderes que han gestado largas dictaduras en nombre de sus ideales. Si el fin justifica los medios, todo está perdido.
A la sombre de lo que quiere verse de Fidel Castro, entonces hay que observar al cubano de ahora: aún temeroso de que la sociedad policial delate sus ideales contrarios y pierda su escasa libertad, al menos de tránsito. Esa sociedad del miedo es la que vela los restos del dictador en este momento en La Habana, muchos de ellos forzados y con ganas de expedir un escupitajo.
En “Los orígenes del totalitarismo”, la filósofa alemana Hannah Arendt propuso el concepto de “mal radical” para explicar los crímenes cometidos por los nazis contra los judíos. La autora lo asociaba con el “mal absoluto” para plantear la tendencia de los humanos de hacer daño y hacer oídos sordos a los imperativos morales.
El Castro “dictador” era malo en el concepto profundo de la expresión y convirtió a los suyos, al subalterno, al soldado, al policía de la calle, al ciudadano, en ejecutores de la burocracia represiva para cumplir sus principios ideológicos sin importar nada.
Pedestal de plástico
Si Fidel Castro pudo cerrar el final de su historia con 90 años, solo derrotado por la lógica de la naturaleza, y casi encumbrado como héroe, fue gracias al mesianismo de Hugo Chávez Frías, por convertir a Venezuela en un satélite del comunismo continental cubano y oxigenar a la izquierda y el socialismo en los albores del siglo XXI.
Sin Chávez en el poder, Cuba se habría terminado de hundir en un océano de capitalismo en sus fronteras. Los miles de millones de dólares que oxigenaron la economía cubana desde Caracas permitieron mantener en pie a una revolución que tenía fecha de muerte inscrita en este nuevo siglo, pero convertida la isla en una especie de “Estado libre asociado” de Venezuela el castrismo siguió palpitando.
Por eso, a nadie más que Venezuela Fidel Castro le debe su supervivencia en el final de la historia contemporánea al no haber quedado como un derrotado más del socialismo igualitario que promulgó.
Según un cálculo, el número de democracias se quintuplicó durante la última mitad del siglo XX, y solo Cuba en Occidente quedó al margen.
Sin el vetusto dictador en carne viva haciendo sombra a su hermano Raúl, Cuba puede dar pasos agigantados a una transición, no quizá a la democracia en el pleno concepto como se le conoce, pero sí a una mayor libertad en aspectos como la economía. El mayor problema es la generación de línea dura, real o heredada, que quiere mantener la ortodoxia.
Peor aún, el desafío ya no es solo la muerte de Fidel Castro, se demostró que sin su figura al mando todo continuó, sino la llegada de Donald Trump a la presidencia de Estados Unidos. Si con Barack Obama comenzó el deshielo, el magnate promete una reversión a las líneas del pasado que tanto ayudaron al dictador a consolidar su imagen y palabra.
El embargo económico, las conspiraciones, las sanciones comerciales, las políticas ilógicas a estas alturas de la historia permitieron a Fidel sobrevivir; al menos, políticamente, justificaron sus palabras y su postura radical en pro de un igualitarismo imposible. Si Trump revierte el aperturismo de la era Obama contribuirá a exaltar el legado “combativo” del expresidente cubano. Alimentará el verbo de quienes dicen que hay que continuar en todo sin dejar nada por delante en nombre del nacionalismo.
Desde ahora la isla entra en una verdadera transición de poder con el fin de una era. La Guerra Fría acaba en el continente americano, el Muro Caribeño imaginario se ha derribado con la muerte de Fidel Castro. Así, se cierra un largo capítulo de la historia y por ende Raúl Castro puede ejecutar las reformas que supuestamente guardaba por las diferencias con su hermano. Los 50 años de política estadounidense contra Cuba no funcionaron y retomar esa senda tampoco funcionará.
Revertir el acercamiento puede ser riesgoso en este momento, aunque un margen de tiempo al cambio de postura dentro de Cuba sería un ensayo perfecto a la espera de reformas reales que permitan vislumbrar una transición; no es previsible que a la democracia en el mayor sentido, pero sí a un sistema que permita un relevo generacional con ideas nuevas y donde las posturas de ajustes sean aceptadas.